Paisaje y economía pública: una visión holística

Dimensiones del paisaje - Reflexiones y propuestas para la aplicación del Convenio Europeo del Paisaje

Joaquín Romano, abril 2017

Este estudio, realizado por Joaquín Romano, experto del Consejo de Europa, examina los vínculos entre el paisaje, tal y como lo concibe el Convenio Europeo del Paisaje, y los principales objetivos de la economía: el bienestar social, la creación de empleo, la disponibilidad de bienes públicos y las estructuras públicas, con el fin de acercarse a las verdaderas preocupaciones de las sociedades europeas y avanzar en el conocimiento de los riesgos que provoca la desconexión entre economía y paisaje, así como las oportunidades que genera su unión.

Es ampliamente reconocido que el análisis económico del paisaje se inspira en gran medida en la economía pública, situando la mayoría de las veces las transformaciones del paisaje en la esfera de los fenómenos « no mercantiles » y sometiendo su regulación a la autoridad pública (Oueslati, 2011). Pero en la medida en que la economía pública se basa en doctrinas con interpretaciones diversas y a veces opuestas sobre el papel que debe desempeñar el sector público en la economía, estas controversias se transmiten también a la cuestión del paisaje. Hemos destacado las controversias relacionadas con el bienestar social o el empleo. La aplicación del Convenio Europeo del Paisaje es, por tanto, una oportunidad para debatir y establecer un marco institucional para la convergencia de propuestas y la puesta en común de experiencias relativas a proyectos, planes, programas, estrategias u otras políticas relacionadas con el paisaje.

El Convenio Europeo del Paisaje se basa en un principio de coherencia que constituye un complemento necesario del principio de integración explícitamente reconocido, del que se deriva el principio de cohesión. Esta coherencia se encuentra tanto en el plano teórico, donde se discute la naturaleza económica del paisaje para determinar la intervención pública pertinente, como en el plano práctico, donde se armonizan y aúnan los esfuerzos de los poderes públicos implicados en las políticas de paisaje. Esta armonización pretende evitar redundancias innecesarias y acciones contradictorias, que crean confusión en los ciudadanos, lo que en algunos casos puede frenar su participación y en otros crear enfrentamientos o divisiones que distorsionan las percepciones personales y colectivas que definen el paisaje. Uno de los logros más notables de la Convención, desde un punto de vista teórico, es ofrecer propuestas que ayudan a superar el intenso debate académico sobre la naturaleza del paisaje como bien privado o público, alimentado por una parte de la literatura económica.

Esta superación es posible gracias a la convicción de que el paisaje es un patrimonio común, que contribuye al bienestar individual y social y cuya protección, gestión y planificación implica derechos y responsabilidades para todos, así como gracias a la comprensión integrada de los aspectos económicos, sociales y ecológicos. En el paisaje estos aspectos no son tres pilares independientes que sostienen un desarrollo común, sino, por el contrario, componentes inseparables que determinan aquellas percepciones individuales y colectivas a través de las cuales el paisaje adquiere su sustancia y forma. El carácter transdisciplinar que subraya la Convención rompe con los dualismos -lo público frente a lo privado- y con los gradualismos -más o menos eficiencia, más o menos equidad, más o menos bienestar-. La teoría económica que pretende clasificar la naturaleza pública o privada del paisaje para promover una intervención pública supuestamente coherente con esa naturaleza, y que pretende ser objetiva, es intrínsecamente contradictoria e impide cualquier objetividad y coherencia reales.

El Convenio, al reconocer el paisaje como una realidad tanto objetiva como subjetiva, hace hincapié en la comprensión de las relaciones dentro del paisaje para garantizar la sostenibilidad de su desarrollo, más que en la clasificación y medición precisas de sus componentes. En esta consideración de la aspiración de las personas a disfrutar de paisajes de alta calidad y a participar activamente en su desarrollo promovida por la Convención, se reconoce que lo público es inseparable de lo privado y, a la inversa, las percepciones personales están condicionadas por juicios de valor y normas colectivas. En este sentido, cabe destacar las aportaciones de la teoría neoinstitucional, para la que los agentes individuales y los grupos persiguen sus respectivos intereses en un contexto de fuerzas colectivas, que toman la forma de instituciones (Ostrom, 1990). Estas fuerzas tienen raíces históricas y fuertes vínculos contextuales que dan forma a los deseos, preferencias y acciones de los grupos o individuos a través de los cuales se manifiesta la acción social. El diseño de las instituciones debe mantener una correspondencia adecuada entre su finalidad y su entorno (Goodin, 1996:49). Las instituciones sociales, políticas y económicas son la materia prima más importante de la vida colectiva, y éstas han crecido considerablemente en los últimos años y se han vuelto cada vez más complejas e ingeniosas.

El paisaje, tal como lo entiende la Convención, es intrínseco al ser humano en cuanto a su condición personal y social, en la medida en que sus actividades son a la vez causas y efectos del paisaje. El paisaje sigue un proceso de producción que es al mismo tiempo el de su consumo. Los teóricos de la economía y el paisaje deben ayudar a interpretar estos procesos, respetando la dinámica de los paisajes rurales y urbanos que hemos heredado. La atención prestada a los « lugares antropológicos », que tienen como características comunes esenciales la identidad, la relación y la historia, es una reacción al riesgo de producir un sistema económico que crea « no-lugares », zonas efímeras y enigmáticas que crecen y se multiplican en el mundo moderno, como describe Augé (1992).

Esta extraordinaria complejidad del paisaje es su riqueza, que según la Convención representa nada menos que « la calidad de vida de las poblaciones: en las zonas urbanas y rurales, en los territorios degradados como en los de alta calidad, en los espacios notables como en los de la vida cotidiana ».

Una responsabilidad de esta magnitud tiene implicaciones tanto personales como colectivas: los poderes públicos deben liderar la protección del paisaje a nivel operativo y estratégico, y antes de debatir qué hacer, con quién y para quién, hay que resolver primero la cuestión del « por qué », es decir, los objetivos comunes del paisaje, que cobran sentido cuando se definen de forma participativa. Los procesos de toma de decisiones colectivas a nivel estratégico se ven afectados por muchas dificultades. Se trata, pues, de fomentar el desarrollo de mecanismos de participación que trasciendan a las autoridades formales y a las democracias representativas, y por supuesto a los mercados, aunque esto no significa que se pueda prescindir de los mercados y de las autoridades. Se trata simplemente de considerarlas como medios y no como fines a los que debe aspirar una sociedad como la europea. Hay que recordar que las democracias no se basan en la permanencia institucional, cuyo precio es la rigidez, que, al limitar la libertad de expresión y la participación pública, representa precisamente la principal amenaza para la democracia.

Los paisajes son siempre el resultado de la participación directa y por ello los procesos de decisión se resuelven tanto en una lógica institucional formal, donde se plasman las normas, como en una lógica informal, en la que se desarrolla un espíritu personal y colectivo, elemento determinante final de cualquier sistema territorial. Cuando las normas formales no se corresponden con este espíritu y voluntad social, la acción materializada por el paisaje no se desarrolla según las indicaciones de las instituciones, sino por encima de éstas, lo que tiene como efecto contingente la desintegración social. Los modelos institucionales deben responder al comportamiento de los actores culturales y naturales presentes en el paisaje, cuya preservación está determinada por la apreciación de la estabilidad y recurrencia de su dinámica. Esta apreciación requiere coherencia en la definición, distribución y coordinación de competencias, entre las administraciones públicas y la sociedad civil.

El paisaje es a la vez una percepción del tiempo y del espacio. Un tiempo cronológico e histórico que existe esencialmente en una dimensión humana. Un espacio que, único a nivel planetario, se ha configurado en cada territorio a través de un vasto proceso cultural en el que las instituciones han sido históricamente una respuesta a esta percepción cultural. Por ello, las instituciones son las principales interesadas en que sus conexiones sociales no se rompan, porque entonces perderían su legitimidad entre las personas y las comunidades, y cualquier acción que permitiera su creación se volvería contra ellas tarde o temprano, como ya ha ocurrido en la historia. La dimensión económica del paisaje alcanza esta doble condición de público y privado precisamente a través de la participación pública, dependiendo el nivel de compromiso de las administraciones públicas para poner en práctica esta responsabilidad de los procesos de participación que puedan desarrollar formalmente.

Así lo subraya el Convenio Europeo del Paisaje que, además de promover de forma general la participación voluntaria, hace de la participación de las administraciones públicas una obligación y un tema principal, al tiempo que deja a los Estados flexibilidad en la elección de sus medios de participación.

La organización de las administraciones públicas en niveles de gobierno internacionales, nacionales, regionales o locales debe tener en cuenta el interés común por preservar el paisaje, ya que cada ciudadano reside en una localidad, una región, una nación, un continente. Cuando se establecen conflictos o alianzas entre diferentes niveles de autoridad y éstos no coinciden con las percepciones de los ciudadanos en aspectos clave, pueden producirse reacciones inevitables, en forma de una gran variedad de manifestaciones incontroladas. Estos se vuelven violentos cuando las instituciones no responden a las preocupaciones sociales. El Convenio subraya el papel especial de las autoridades locales y regionales al reconocer el principio de subsidiariedad y las posibilidades de que estas autoridades tengan en cuenta el paisaje.

La Recomendación CM/Rec(2008)3 del Comité de Ministros a los Estados miembros sobre las directrices para la aplicación del Convenio Europeo del Paisaje establece en este sentido que « la acción debe llevarse a cabo en el nivel institucional más cercano al ciudadano ». El Convenio también reconoce la responsabilidad de las autoridades públicas sobre el paisaje y la importancia de la cooperación internacional. El compromiso voluntario del público con el paisaje también ayuda a poner en práctica las acciones desarrolladas por las instituciones al reforzar sus vínculos con el público. Las acciones de sensibilización, formación, educación y participación pública colectiva son muy útiles en este sentido. La cooperación internacional, que fomenta el intercambio de información y experiencia entre las administraciones públicas, está demostrando ser un medio de apoyo a las administraciones en la aplicación del Convenio.

El Premio del Paisaje del Consejo de Europa, así como el que cada Estado adapta a sus propias especificidades, tal y como se menciona en el Convenio, también forma parte de esta cooperación e intercambio de información, con un reconocimiento especial a la sensibilización fomentada por « las acciones ejemplares llevadas a cabo por las autoridades públicas y las organizaciones no gubernamentales ».

CONCLUSIÓN

En conclusión, la interpretación del paisaje que propone el Convenio Europeo del Paisaje « tiende un puente » hacia la economía para que ésta pueda promover un contexto adaptado a los escenarios ecológicos y a las culturas de cada territorio, cuya salvaguarda debe conformar las acciones privadas y públicas, individuales y colectivas, a partir y más allá de los mercados y de los poderes que los representan. En la medida en que se lleva a cabo esta renovación de la economía, favorecida por la consideración de la dimensión paisajística de los territorios, los ciudadanos desarrollan una « cultura de las culturas » que contribuye a promover la diversidad de percepciones de sus territorios y a reducir las desigualdades que amenazan la cohesión social. Esta renovación refuerza la democracia al dotar a la economía de un humanismo que valora mejor a cada individuo. Se convierte en una fuerza que reimpulsa el bienestar, el empleo y la vida social.

Referencias

Para ir más allá

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