¿Qué modelo para una ciudad verdaderamente viva?
Raphaël Besson, junio 2020
Raphaël Besson, director de la agencia Villes Innovations, investigador asociado del laboratorio PACTE (Universidad de Grenoble), Universidad Grenoble Alpes (UGA)
Con el lanzamiento de la 16.ª edición del concurso de arquitectura y urbanismo EUROPAN, dedicado a las ciudades vivas, se abre un periodo fructífero para transformar las relaciones que las ciudades mantienen con los seres vivos. Se trata de pasar de una lógica de imitación, incluso de depredación, a una lógica de regeneración. ¿El objetivo? Convertir las ciudades en soportes activos de una nueva relación simbiótica entre los seres vivos, sean humanos o no humanos.

Aunque la figura de lo vivo no es nueva en la fábrica urbana y arquitectónica, adquiere una dimensión inédita en la era del Antropoceno. Las ciudades, que ocupan el 20 % del territorio terrestre y concentran más de la mitad de la población mundial, tienen un papel decisivo que desempeñar en la conservación y la reproducción de lo vivo.
Una cronología de las ciudades vivas
En el siglo XIX, los modelos desarrollados por los urbanistas están muy influenciados por la figura de lo vivo. Los modelos progresistas se inspiran en el cuerpo y las funciones humanas para organizar y dividir la ciudad, concebida entonces como una superposición de pulmones verdes, células habitables, máquinas de trabajo y diversos flujos directamente inspirados en la circulación sanguínea.
En reacción a este modelo de ciudad antropomimética y funcionalista, los defensores del modelo culturalista, como William Morris o Ebenezer Howard, defendieron la idea de una ciudad orgánica, más inspirada en la naturaleza. Una visión que sería prolongada por arquitectos como Antoni Gaudí, Otto Frei o, más recientemente, Luc Schuiten, maestros en el campo de la bioinspiración.
El periodo de transición actual incita a muchos arquitectos y urbanistas a ir más allá de una lectura pasiva, metafórica y mimética de lo vivo. No se trata de copiar servilmente las formas humanas o naturales, sino de activar y trabajar con lo vivo para diseñar, gobernar y construir las ciudades del mañana.
Esta fábrica urbana de lo vivo se estructura en torno a dos grandes orientaciones, según se trate de seres vivos humanos o no humanos.
Ciudades inteligentes, ciudades colaborativas
La primera orientación es la de la Smart City. En este modelo, el objetivo es tomar el pulso a la ciudad para recopilar, analizar y valorizar al máximo la información y los datos generados por la actividad humana. Esta captación de la vida, realizada mediante el despliegue de sensores a gran escala, tiene por objeto optimizar la gestión y el funcionamiento de las ciudades.
El otro modelo es el de la ciudad colaborativa. Busca crear un marco propicio para el desarrollo de la actividad social y humana, con el fin de plantear un modo de gestión de las ciudades más resiliente y abierto a los habitantes. En esta perspectiva, la ciudad colaborativa desarrolla espacios para intensificar la vitalidad urbana mediante la creación de «terceros lugares», espacios de coproducción, Urban Labs, Living Labs o espacios temporales y transitorios; lugares «inacabados» y adaptables a la diversidad de situaciones sociales.
Si bien los modelos de ciudad inteligente y ciudad colaborativa difieren en muchos aspectos, coinciden en la voluntad de movilizar todas las energías humanas para garantizar la gestión y el funcionamiento de las ciudades.
La ciudad regenerativa
Una segunda orientación consiste en activar lo vivo no humano en la fabricación de las ciudades.
Numerosos trabajos intentan conceptualizar este nuevo enfoque a través de los conceptos de metabolismo urbano, ecología urbana, urbanismo circular, biodiversidad urbana, biorregión urbana o biomimetismo territorial.
Estos trabajos coinciden en una reflexión que consiste en pasar de una lógica de depredación de la naturaleza a una lógica de cuidado y reparación de lo vivo. En este contexto, diferentes trabajos proponen activar los ecosistemas naturales en la construcción de las ciudades, inspirándose en los grandes principios de lo vivo.
La perspectiva es la de una ciudad regenerativa: capaz de producir biodiversidad, energía y alimentos, reciclar residuos, almacenar carbono y purificar el aire y el agua. Una ciudad capaz de constituirse como un soporte privilegiado para la reinvención de las relaciones simbióticas entre los seres vivos.
Reinventar una relación simbiótica
Para sentar las bases de un urbanismo adaptado a la era del Antropoceno y reinventar una relación simbiótica con los seres vivos, parecen necesarios tres cambios teóricos.
Para concebirse y proyectarse, las ciudades se han inspirado a menudo en las funciones humanas: el ingeniero en la ciudad inteligente, el artista y el creativo en la ciudad creativa, el artesano y el maker en la ciudad colaborativa.
La perspectiva de las ciudades vivas implica superar este prisma centrado en el ser humano, y en particular la lógica etnocéntrica del desarrollo sostenible, que sitúa en el mismo plano lo económico, lo social y lo ecológico. En la línea de la ecosofía o el biomimetismo, parece esencial volver a situar a las organizaciones humanas como componentes intrínsecos del sistema Tierra.
Este paso de un enfoque antropocéntrico a uno bioinspirado tiene varias consecuencias para el diseño de las ciudades del mañana.
En primer lugar, se trata de dejar de considerar al ciudadano como un extraterrestre situado en la cima de la ecosfera, y volver a situarlo en el corazón de la naturaleza. Para ello, los procesos de reintegración de la naturaleza en la ciudad no son suficientes. Se trata más bien de construir ciudades a partir de la naturaleza y con seres vivos, con el fin de fabricar bioarquitecturas y biomateriales a partir de organismos biológicos, crear infraestructuras bioluminiscentes a partir de organismos vivos y desarrollar arquitecturas basadas en principios de autogeneración de la materia.
Arquitecturas capaces de filtrar el aire, desarrollar la biodiversidad y evolucionar en función de los usos y las temporalidades. Y, a largo plazo, crear ciudades concebidas como ecosistemas naturales e inspiradas en los grandes principios de la vida.
Reencajar los ecosistemas
En los siglos XIX y XX, los arquitectos-urbanistas, investigadores, ingenieros y economistas especializados en la ciudad se inventaron a sí mismos como autónomos. Se separaron progresivamente de los ecosistemas sociales y naturales para fundar una disciplina hermética a otras formas de conocimiento: los conocimientos de uso de los habitantes, los conocimientos empíricos, los saberes y las habilidades construidos durante casi 4000 millones de años y derivados de la observación de la vida en la Tierra.
Este proceso de «desencastramiento» y separación de los conocimientos sobre la ciudad ha generado un urbanismo desconectado de la vida y del sistema Tierra. Las consecuencias son la pérdida de biodiversidad, el consumo desenfrenado de recursos naturales, la degradación del entorno, la producción de gases de efecto invernadero, la destrucción del vínculo social y de las comunidades o la privatización de los bienes comunes.
Por lo tanto, existe un reto importante para reintegrar los ecosistemas urbanos en los ecosistemas sociales y naturales. Las posibilidades de reintegración son múltiples: la arquitectura en la Tierra, la economía, la investigación y la tecnología en la sociedad, la ciudad en la naturaleza, el arte en la vida cotidiana, etc.
Organizar la ciudad a través de los «terceros»
Una ciudad viva es una ciudad cuyo funcionamiento se asemeja a los procesos ecológicos. Para ello, debe liberarse necesariamente de un modelo de gobierno vertical y funcionalista.
Debe concebirse como un ecosistema capaz de diversificar los usos, hibridar entidades monofuncionales, conectar poblaciones diversas, favorecer los intercambios y la cooperación entre una multitud de entornos y seres vivos, y también descompartimentar las formas de producción, ya sean sociales, ecológicas, económicas o técnicas.
En este modelo ecosistémico, el espacio terciario se convierte en el nuevo lugar estratégico para la organización de la ciudad. Este espacio terciario, o intermedio, puede adoptar múltiples formas: intersticios, linderos, ecotonos, zonas de transición ecológica, terceros lugares, espacios vacíos y otras zonas de interfaz con «espesores biológicos».
Pensamos en los «jardines en movimiento» imaginados por Gilles Clément, en el terreno baldío Belle de Mai en Marsella, en los espacios de urbanismo transitorio como los Grands Voisins o la Cité fertile en Pantin. Pensamos también en los terceros lugares de Fab City o en los laboratorios ciudadanos de Madrid, que proponen otra forma de practicar el urbanismo mediante la coproducción y la autogestión.
Sin embargo, un tercer espacio no puede bastar por sí solo para asumir la gobernanza de una ciudad viva. Debe estar respaldado por un actor tercero, capaz de garantizar funciones de intermediación entre una diversidad de políticas sectoriales, culturas, conocimientos, territorios y sistemas vivos.
Este actor tercero puede adoptar la forma de colectivos de arquitectos-urbanistas, como el colectivo ETC, Cabanon Vertical, Basurama o Todo por La Praxis.
También puede encarnarse en los «geoartistas» descritos por Luc Gwiazdzinski o en los nuevos actores de la fábrica urbana, como Plateau urbain, Paisaje transversal o la Agencia Nacional de Psicoanálisis Urbano.
Todos ellos son terceros actores capaces de facilitar el diálogo entre la dirección de obra, la dirección de proyecto y la dirección de uso, y de reducir la brecha entre la arquitectura y el urbanismo, por un lado, y la sociedad civil y los ecosistemas naturales, por otro.
Referencias
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theconversation.com/quel-modele-pour-une-ville-vraiment-vivante-136335
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Raphaël Besson, Directeur de l’agence Villes Innovations, Chercheur associé au laboratoire PACTE (Université de Grenoble), Université Grenoble Alpes (UGA)